martes, 10 de marzo de 2009



Éramos los mismos de siempre, tu y yo. Pero había algo diferente. El sol brillaba al otro lado del cristal, el susurro de una cafetera de fondo, el vaivén de cucharas dando vueltas a los últimos posos en las tazas. Tu, enfrente mío. Yo, al otro lado.

El calor de las charlas de aquellas personas que reían seguras, alguna mota de polvo que trasteaba juguetona en el aire. Todo era perfecto. Perfecto eras tu, perfecta era yo, perfecto era el momento en el que nuestras pupilas se miraban y bailaban en un sin fin de brillos.

Esa tarde, aprendí a dibujar olores, a oler colores. Mutuamente nos ayudábamos a oír cada sensación del mundo, solo con una sonrisa, no hacia falta decir nada.

Eran segundos maravillosos, que corrían intentando distanciarse de nuestras vidas, pero no podían, nosotros nos aferrábamos a cada uno de ellos como si fuera el último, y el calor y las motas de polvo, flotaban suspendidas en el aire, inmunes a las prisas de la gente, al igual que nosotros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario